La verdad, no sé muy bien cómo empezar…Todos estamos sufriendo estos días por la cuarentena a la que estamos sometidos para luchar contra el maldito coronavirus. Llevo varios días intentando escribir, que es lo único que puedo ofrecer a la sociedad para ayudar, además de permanecer en casa para intentar evitar que el número de contagios siga subiendo. Me siento impotente, inútil. Imagino que muchos os sentís como yo. He tratado estos últimos días de encontrar palabras que puedan servir de consuelo y ayuda, pero hasta esta noche no conseguía encontrar nada que contar. De pronto, he pensado en mi madre. Hace años, fue diagnosticada con un mieloma múltiple, una enfermedad terrible y extremadamente cruel. Tras diversos tratamientos, el equipo médico que llevaba su caso decidió someterla a un trasplante de médula autólogo. Para el que no lo sepa, tras realizarte un trasplante de médula tu sistema inmune es prácticamente inexistente, así que no queda más remedio que proceder a aislar al paciente para protegerlo mientras su sistema inmune se fortalece.

Mi madre pasó por este proceso en dos ocasiones. La primera, si no recuerdo mal en 2013, estuvo en una habitación de aislamiento en el Hospital Virgen de las Nievas de Granada durante más de tres semanas. Estaba totalmente sola, en una habitación a la que únicamente accedía el personal sanitario. Nosotros podíamos entrar únicamente algunas horas para verla desde una habitación contigua. Para entrar en esa habitación, teníamos que desinfectarnos las manos, llevar una bata desechable, un gorro, patucos en los zapatos, mascarilla y guantes. Durante más de tres semanas, vi a mi madre desde un cristal. No pude tocarla, abrazarla ni besarla. No pude estar a su lado cuando tuvo una infección que le provocó una fiebre altísima y hasta convulsiones. Cuando se dormía, lloraba detrás del cristal porque me sentía impotente. Un día, estaba tan triste que ella, que como buena madre todo lo sabe, me preguntó que porqué estaba tan triste. Le dije que me sentía inútil. Mi madre apoyó la mano en el cristal, me pidió que hiciese lo mismo al otro lado y que sonriese. Le dije que para qué iba a sonreír si no me podía ver la boca. Ella me contestó que no me veía la boca, pero sí los ojos, y que si yo sonreía ella lo vería mirándome a los ojos y, entonces, le estaría ayudando.

Cuando mi madre volvió a casa, le preguntamos al equipo médico si podíamos recibirla con un ramo de flores, puesto que absolutamente todo nos daba miedo. Recuerdo ese día como uno de los más terroríficos de mi vida. Cada persona que se acercaba a ella de camino a casa me parecía un potencial asesino, con todos sus bichos invisibles pegados a la piel. Me daba miedo besarla, abrazarla, incluso respirar cerca. Pero el miedo se acaba. Vuelves a tocarla, a no tener miedo de darle un beso. Vuelves a ser tú.

En 2015, tuvo que someterse de nuevo a un trasplante, esta vez con un procedimiento distinto. En el Hospital Virgen de las Nieves, un doctor muy joven estaba poniendo en marcha lo que denominaban “trasplantes domiciliarios”. El paciente acudía al hospital y, tras un par de días ingresado después de realizar el trasplante, volvía a su casa para pasar el aislamiento en casa, con los suyos. La recuperación era más fácil, según los médicos, porque el paciente estaba en su entorno, rodeado delos suyos, y las estrictas medidas de higiene se le aplicaban a la familia en lugar de al paciente. Volvieron las batas, mascarillas, lavados de manos compulsivos, guantes…Esta vez se sumaron cubiertos desechables, alimentos monodosis, una larga lista de productos que no podía consumir, una bomba que suministraba la medicación y pitaba con un sonido del infierno a cualquier hora de la madrugada porque algo no iba bien, limpiar el baño que mi madre usaba hasta tres veces al día y cientos de normas más. Durante más de 15 días creo que no dormí más de tres horas seguidas. Una vez más, el pánico no me dejaba. Pero una vez más, mi madre me dio una lección. Luchó con fuerza, y volvió a vencer al mieloma. Mientras el resto llorábamos por las noches, ella sonreía. Mientras yo creía que cada norma no la cumplía con el suficiente rigor, ella agradecía cada esfuerzo que hacía. Cada vez que volvía del supermercado y me veía seguir el protocolo marcado por los médicos con agobio y pánico, ella me decía que lo estaba haciendo bien.

El 21 de noviembre de 2019, tras años y años de lucha contra el cáncer, mi madre murió. La echo de menos cada día, pero también intento sonreír, aunque sea un minuto, en su honor. Me siento perdido muchas veces, y creo que no soy capaz de hacer nada, pero entonces recuerdo todo lo que ella me enseñó. Unos días antes de morir, mi madre me pidió que le escribiese unas palabras y que las leyese el día de su entierro. Pero antes me pidió escucharlas. Una de esas eternas noches de hospital, le escribí esto, que hoy comparto con vosotros:

Mi madre me pidió que, para el día de su muerte, leyese unas palabras de despedida. Cuando me lo pidió, me sentí incapaz de escribir nada para despedirme, y mucho menos de leerlo en público en un momento tan triste y tan difícil. Un par de meses después llegó una nueva caida, y con ella, una nueva fractura y una nueva operación. En urgencias, me vi a mi mismo diciéndole que no se podía venir abajo, que tenía que ser fuerte y plantarle cara a la muerte. Hoy, meses después, me doy cuenta de que, aunque el dolor por su pérdida sea inmenso, tengo que aplicarme el cuento y plantarle cara a la muerte, así que voy a intentar dedicarle unas palabras en las que transmitir todo lo que ella me enseñó. No voy a despedirme, porque mi madre no se ha ido. Vive en cada miembro de mi familia, en cada arroz de los domingos, en los abrazos de los amigos y en las cervezas al sol. Mi madre vive en los geranios, las pilistras y las petunias. Mi madre estará siempre con nosotros en los buenos ratos, las sonrisas y la alegría. La veréis en la lluvia de verano, los atardeceres y la música.

Sentiréis que está con vosotros cada vez que os reunáis con los vuestros, cada vez que necesitéis un hombro en el que llorar y en cada bache que os ponga la vida. Mi madre vivirá en los corazones de todos, llenándolos de fuerza y de ganas de luchar. Cuando sintais miedo, cerrad los ojos y pensad en como le hizo frente a una enfermedad terrible, cruel y duradera. Cuando no podáis más, cerrad los ojos y buscad su recuerdo en vuestro interior. Os ayudará a vivir sin miedo, a querer a los vuestros, a no compadeceros y a hacerle frente a la vida a corazón abierto. Os hará disfrutar del afecto, la familia y el hogar, sin olvidaros de vuestros sueños y objetivos. Cuando sintáis que la vida no merece la pena, recordad: la vida es un regalo, y cada segundo cuenta. No dejéis de viajar, amar, reir, beber, abrazar a los vuestros, compartir y soñar. Hoy no me despido de mi madre, porque ella siempre estará con nosotros. Hoy solo quiero que volvais a vuestra casa, abrais una botella de vino, brindéis por la vida y sigáis adelante. Hoy no nos despedimos de mi madre, porque ella seguirá eternamente en nuestros corazones celebrando lo hermosa que es la vida y la suerte que tenemos de compartirla. Gracias a todos por acompañarnos, hoy, y en toda esta larga batalla. 

Cuando terminé de leer, escuchamos dos canciones, porque mi madre pidió irse con música: Libre, de Nino Bravo, y La vida es un carnaval, de Celia Cruz.

Con este mensaje no pretendo daros pena, ni entristeceros, todo lo contrario. Pretendo que valoréis la vida, que seáis consciente de que este momento tan difícil que hemos encontrado en el camino, es simplemente una piedra más. Pretendo que, si habéis perdido a alguien por esta terrible epidemia, no os sintáis solos. El dolor es terrible, pero poco a poco se irá mitigando, y aprenderéis a recordar lo bueno, aunque ahora parezca imposible. Pretendo que, si tenéis miedo, sepáis que, aunque esto parezca eterno, todo lo malo acaba. Intento haceros ver que, aunque no lo parezca, tenemos que quedarnos con lo positivo. Disfrutad del tiempo con vuestras familias, aplaudid el maravilloso personal sanitario de este país, cantad con vuestros vecinos por los balcones, llamad a vuestros seres queridos y, en definitiva, exprimid cada segundo de la vida. Que no se os olvide que, aunque estos momentos son dramáticos, la vida sigue siendo un regalo.

A vosotros, todos los que estáis trabajando por salvar vidas, simplemente os doy las gracias desde lo más profundo de mi corazón. Por permitir que mi madre ganase tiempo a la muerte para seguir a mi lado durante años. Por luchar sin descanso contra el coronavirus y contra los miles de obstáculos que estáis encotnrando en el camino. Gracias por regalarnos lo más preciado que tenemos los humanos: nuestro tiempo. Ese tiempo que no estáis pasando con vuestros familiares. Ese tiempo que pasáis exponiendo vuestra propia salud para salvarnos. Recuerdo los nombres de muchos de los médicos, enfermeras, celadores y demás personal sanitario que nos ayudó en su día. Pedro, Rosa, Carmen, Antonia, Elisa, Jesús Candel, Vicky, Miriam, y cientos más. Esto va por vosotros. Por cada vez que nos salvastéis en urgencias, en trasplantes, en operaciones, por cada vez que nos distéis un consejo o una palabra de ánimo. Por cada paciente que salváis.

Al resto, os repito algo que me dijo mi madre: Sonreid, porque aunque llevéis mascarilla, veremos vuestras sonrisa en vuestros ojos y, entonces, estaréis ayudando. Y por favor, quedaos en casa. Todos los agradeceremos y, al final, todo acabará y podremos volver a celebrar bajo el sol.