No sé muy bien qué ocurrió… Sencillamente, todo se desmoronó. La vida, de pronto, se vino abajo, y salir de la cama se convirtió en un reto. Muchos se marcharon dolidos, ofendidos, y odiándome. No les culpo, la verdad, porque en ese momento fui muy difícil de amar. Pero tampoco puedo hacer como si nada pasase, no puedo evitar sentir decepción. Aunque creo que ese es uno de mis mayores defectos, la verdad. Al final, siempre acabo entendiendo a los demás, perdonando… Pero, ¿y a mí? ¿Por qué no me entiendo? ¿Por qué no me perdono? Creo que nunca encontraré la respuesta…
La realidad es que convivir con la culpa es mi condena. Me siento culpable… Por todo, todo el rato. Tiendo a pensar que, si hubiese actuado de otra manera, las cosas serían diferentes. Aunque ahora sé que no, que cuándo alguien decide no seguir a tu lado, lo único que puedes hacer es resignarte y trabajar para que, si después de todo el daño que te han hecho, un día deciden volver, seas lo suficientemente fuerte para decirles que perdieron su oportunidad… Pero eso no es lo importante, para ser sinceros.
Hablábamos de cómo todo se me vino encima… Ha sido muy duro, la verdad. Durante más de un año, todos los días pensé en que matarme era la única solución. Todos. A todas horas. El sufrimiento y el dolor habían alcanzado niveles tan extremos que, sinceramente, creí que morir era la única escapatoria. Y, de nuevo, me sentía culpable… Llegué a pensar que no merecía morir y aliviar ese sufrimiento, que lo que me pasaba me lo había ganado. Llegué a pensar en que, si finalmente me quitaba la vida, el dolor que provocaría a mis allegados, e incluso a los que ya se habían ido, sería injusto y que ellos no merecían pasar por todo eso, pero yo sí merecía seguir sufriendo. Todavía lo pienso a veces… Es terrible, lo sé. ¿Cómo puede ser que alguien llegue a despreciarse tanto? No sé la respuesta, a pesar de haber tratado de encontrarla. Pero sé que, durante más de un año, he odiado todos y cada uno de los distintos aspectos de mi persona. Desde mi cuerpo, mi identidad de género, o hasta mi sexualidad, pasando por mi forma de ser, mis reacciones, mis errores, mis aciertos, mis defectos y mis virtudes. Durante más de trescientos sesenta y cinco días, sin excepción, me he repetido una y otra vez que si me matase, el mundo sería un lugar mejor. Aún hay días en que ese pensamiento vuelve…
Probablemente, me acompañará toda la vida, a veces con más fuerza y otras con menos. La diferencia es que, por fin, soy capaz de darme cuenta de lo terrible de esa frase y de lo incierta que es. Sin duda, al mundo le daría igual mi muerte o mi vida: no soy nadie. Pero soy muy importante para mucha gente. Quizá no para todos aquellos a los que dañé y que tanto me dañaron, pero ellos no son relevantes. Son relevantes todos los que, a pesar de haberme convertido en un monstruo, encontraron la manera de seguir queriéndome. Porque esa es la verdadera amistad y la verdadera familia: todas las personas a las que dañas, a las que hieres, a las que mientes, manipulas o traicionas mientras estás roto pero que, cuándo saben que te encuentras mejor, se sientan frente a ti, con un café o una cerveza de por medio, y te dicen con amor: “me hiciste daño, tanto que no sé si podré perdonarte, pero no lo suficiente cómo para dejar de apostar por ti. No sé si podré perdonarte, pero sé que quiero intentarlo”. Puede ser que vuelvas a decepcionarles, no hay duda, pero al menos harás lo posible por no hacerlo. Sin duda, creo que encontraré antes el perdón en esas personas que supieron quererme que en mí mismo, porque por más enfermo que estuviese, soy el primero que se ha condenado por sus errores. Y los cometidos con las personas que estaban de paso no son los que más duelen, para ser francos. Los peores son los que cometiste con la gente que siempre ha estado, de una manera u otra. Los peores son los que no se pueden arreglar, porque la muerte se llevó a esas personas y ya nunca podrás disculparte ni enmendar tu error.
Todavía, más de un año después, escucho esas voces en mi cabeza gritándome que salte al vacío, que me ahorque, que gire el volante, o que me corte las venas. Pero ahora, cuándo esas voces llegan a mi cabeza y gritan, cierro los ojos y veo a mis anclas. Veo a los que se quedaron, a los que me quisieron, a los que dañé y encontraron la manera de amarme. Siento sus abrazos, escucho sus risas, noto su piel, recuerdo momentos en los que me sostuvieron… Y las voces se van alejando. Todavía queda mucho por hacer, soy consciente, porque lo ideal es que, cuándo esas voces griten en mi cabeza, el amor a mí mismo, a la vida, sea suficiente para querer quedarme.
Más de un año después, sigo sintiendo miedo y vértigo al quedarme solo. Me dan miedo las alturas, los trayectos en coche, las cuerdas, los cuchillos, el alcohol y las pastillas. Me da miedo volver a perderme, pero también tengo miedo de enamorarme, de confiar, de ilusionarme. Tengo miedo de no ser suficiente, de hacer daño, de equivocarme, de cometer errores, de perder a gente importante, de la muerte, pero también de la vida. Tengo miedo de la enfermedad, de ser dependiente, de no entenderme, de no entender a los demás. Tengo miedo del tiempo, de no ser capaz de perdonar, pero también de ser demasiado indulgente. Tengo miedo de ser intenso, pero también de ser superficial. Tengo pánico del cáncer, del dolor y de las trampas de la mente. Tengo mucho miedo de no estar a la altura, de no ser capaz de ayudar a los míos y de que sufran. Tengo mucho miedo de no pasar página, de no dejar de echar de menos y del dolor en el pecho cada vez que pienso en mis padres y mi tía. Tengo mucho miedo de seguir echándolos de menos con tanta intensidad. Me aterra vivir sin ellos. Tengo miedo de la soledad, del sufrimiento y de la pena. Tengo miedo de estar. Y el miedo es el peor enemigo de la mente, porque te hace estar alerta, en tensión constante, y acaba pasando factura.
No sé muy bien si estoy mejor, aunque creo que sí. He vuelto a trabajar, estoy atreviéndome de nuevo y hace semanas que no lloro. He vuelto a reírme y a querer estar con gente. Sigo corrigiendo algunos grandes errores que cometí, cómo pedir un préstamo que no puedo pagar, descuidar mi salud o no haber sabido gestionar algunas relaciones a tiempo. Convivo con ello, trato de hacerle frente y de convencerme de que, en la vida, a veces pasan cosas porque tienen que pasar. Y eso está bien.
Me queda mucho por hacer, soy consciente, y hay cuestiones muy complicadas que no he sido capaz de abordar todavía. Algunas no sé si seré capaz de enfrentarlas, para qué engañarnos. Otras creo que no lograré dejarlas atrás. Pero si algo he aprendido en este año es que, a veces, lo único que puedes hacer es aceptar que no puedes hacer nada. Y eso también es suficiente.
Los próximos meses son difíciles, lo sé, porque vienen muchas fechas que son muy dolorosas para mí. Y sería estúpido negar que siento miedo. Pero supongo que el miedo se ha convertido ya en algo que no me va a abandonar. Quizá en eso consista la vida, es escoger cuáles son los miedos a los que puedes enfrentarte, y evitar mirar a la cara a los que sabes que te vencerán.
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